martes, 26 de agosto de 2008



Sir Jean Pier Gutierrez.
Reloj de neutrones.
(Segunda parte de la trilogía “Las lupas”)



Con una rápida mirada al espejo pude ver mi bigote y mi pelo mota prolijamente recortado. Manejaba un Rolls Royce por las viejas calles parisinas, y el blanco de mi smoking contrastaba con el negro oscuro de mi piel. Luego de un mes, casi en soledad completa, en el corazón del desierto arábigo, concentrarme en mi personaje de magnate sudafricano que pensaba colaborar en un nuevo y oculto descubrimiento americano, no me resultaba nada cómodo. Porque aun estaba latente en la retina de mis ojos, aquel color amarillento de la arena, y en mi nariz flotaba todavía, el olor a camello. Encendí la radio y también un largo cigarrillo posado en una boquilla de platino. Y cuanto más me aproximaba al hotel, más empezaba a dudar, pues no había previsto ninguna situación, ni sabía demasiado de lo que allí me esperaría; poco había analizado las mentes que debía defraudar. Confié todo, entonces, a mi escéptica inteligencia sin igual.


Y sin dudas, aquello revestía cierta importancia para el pronto destino de la humanidad; especialmente para aquellos que nunca aprendieron a vivir, a soportar solos, el peso de su existencia. Pero aun más para aquellas vidas libradas al azar, ignorantes de la fuerza que puede traer el temor profundo, ansioso de poder. Y así, como en mis noches solitarias pude comprobar, sea lo que sea que suceda, nunca será posible huir del destino inevitable de nuestra especie, vagabunda en el espacio, conciente de su propia vida, de su saber y su limitación. De todas formas, corremos en busca de aquella zanahoria de ilusión; inventamos formas de perpetuarnos en el tiempo, en la memoria de los hombres, intentamos cambiar el curso de la historia, y así, cual paradoja enorme, tratando de salvarnos, de proteger al mundo o lo que fuere, quemamos las horas que nos quedan, y lo que es todavía peor, la de los demás. Eso fue lo que comprendí en ese momento, al ver las intenciones de mis anfitriones, pues podía leerlas escritas en sus rostros, hombres, igual que yo.


El científico, detrás de sus pequeños anteojitos y su pelo alborotado, comenzó a exponer nerviosamente su teoría de protones, neutrones, electrones, y de una posible forma de enriquecer el uranio, para generar una inmensa liberación de partículas con un poder de destrucción hasta entonces desconocido. Hablaba de cosas muy pequeñas por cierto. Me pasaron el menú, y debí poner por sobre mis ojos, los lentes para ver de cerca. Elegí luego de estar indeciso por un momento, los hongos salteados con pimientos, mientras grababa en mi memoria cada una de las frases que escuchaba. -El problema consiste en que en Estados Unidos la reserva mineral de uranio es muy pobre- Concluyó el viejo sabio. Reconocí el disco que sonaba en el elegante restaurante del hotel parisino; Count Basie. Y luego, la atención de los tres hombres se centro en mí y tuve que entrar en acción. ¡Valla forma de ganarme la vida! Con el sudor de mi frente, como recomendaba el profeta.


Comencé, con una muy lenta y detallada descripción de mis actividades y de la geografía de mis grandes cantidades de tierra en Sudáfrica, mostrando poco interés en los fines políticos y simulando ser un mercenario del dinero. Jamás imaginarían que los alemanes contaban con un hombre negro en sus filas de inteligencia. Pero de todos modos, mi actuar debía ser coherente por completo y de forma continua; la torpeza en la más ínfima fracción de un instante podía echarlo todo a perder. Porque yo creía que la continuidad es cuestión de no perforar el transcurrir del tiempo; un segundo puede dividirse en infinitas partes. Limpié mis lentes, pues estaban empañados, y luego ofrecí mis tierras para la explotación, a cambio de una sideral suma de dinero. Parecían satisfechos, y luego del Whisky, los saludé, les dejé mi contacto y desaparecí. BOOOOM!!!!


lunes, 11 de agosto de 2008



Jean Pier Gutierrez.

Las lupas. El molino. 
(De la colección “Relatos efímeros para Blog” de 1915)



Gilbert Anthony Wells gritó “Eaaaa” y salió al galope levantando polvo muy finito. Lo miré un rato mientras se alejaba por el camino que descendía desde la cota donde estaba. Un atardecer de amarellos y Sol grande en el oeste; nubes altas y sequía en el corazón de la Argentina. Comencé a sentir como la soledad se introducía en mi cerebro y se ubicaba entre las neuronas. Alanzando las cejas, frunciendo los labios y conteniendo la respiración, me torné ciento ochenta grados. Me enfrenté al molino. Se elevaba alto, muy alto, enorme, redondo, de ladrillos y con las aspas de madera algo viejas. “Qué cosa maravillosa” pensé. Los vientos frescos del Oeste eran una premonición de la noche. Medité unos instantes sobre cuestiones irrelevantes y luego de ese breve introito de habituación, tomé la manija de la puerta, la giré y empujé con mi brazo. 


Mis pasos hacían crujir la madera de las escaleras. Empujé la puertita hacia arriba y me introduje a través del hueco. Me dejé caer sobre el sofá que estaba en el centro y me relajé. Me prendí un cigarrito. Empecé a pensar en lo que había hecho mi amigo Gilbert con ese viejo molino. Había cambiado el techo por una cúpula de vidrio perfectamente transparente y polorazido por fuera; ubicó un telescopio del lado opuesto al de las aspas. Sobre una mesa tenía mapas del cielo visible desde la tierra, unas botellitas de whisky vacías y un Wincofone con la “Sinfonía del Nuevo Mundo” de Dvorak cargada. Sumamente interesante; altísimo lugar. Recién entonces comprendí lo que el me había intentado transmitir cuando me invitó a pasar una noche allí. Así, sin mayores preocupaciones que turbaran mi pensamiento, vi el Sol caer y los colores transformarse en el espacio, y a notar como empezaban a encenderse las estrellas. Y en la oscuridad sólo distinguía el pálido reflejo de mis uñas. Encendí unas velas y me dispuse a probar la ensalada que el viejo gringo me había dejado preparada antes de partir.  


Una pelota! Así! Redondez! Y cualquier sueño de alguien forma parte de la realidad de todos. Lo redondo se repite. Una o. Un círculo. Omphalos. Y Los sueños de los animales también. El tiempo. Aspiraciones. Todos los pensamientos inconcientes. Gravedad. Exhalaciones. El peso sobre sí mismo. Todo lo importante es redondo. El infinito debe ser redondo. Todo lo que pudo haber sido. Todo lo que no es. Redondez. Hey. Hey. Hey. Claro. . . es el retorno eterno. De un círculo uno no puede escaparse sin romperlo, aunque todo es posible en un país como este.


Dejé caer la púa sobre el extremo del disco de pasta que giraba. Encendí otro cigarrito. Volví a caer en el sofá. Ahora sí comprendía esas palabras, agitadas por los peyotes más venosos que el viejo podía conseguir. Todos los reflectores de mi mente, encendidos, encandilándome. Giré un poco mi cabeza y vi que la Luna llegaba al cielo desde lo más bajo del horizonte, enorme y naranja. Y para no dejarme vencer por los violentos coletazos que el cactus le daba a mí pensar, concentré toda mi energía en una sola cosa. Las aspas del molino empezaron a girar, los motores se encendían. 


Primero, dejar de ver el cielo como un paisaje, por un momento. Ver la inmensidad. Ubicarse en el espacio. Un lugar. En el infinito más grande. En la vía Láctea. Nombres . . . y aun más, entenderlo todo, y vivir luego con eso siempre. Ser parte de un algo enorme, y fusionarse con todo lo que existe, porque nada me divide de lo demás. Cambiar mis ojos, y ver a través de una lupa más larga, donde todo tiende a cero y donde la vida aparece casi sin sentido. Y ser felizmente un ser, igual que un gato, que sólo pasa, da unos pasos. Todo pasa. Lo de siempre, va. Sufí. Pero en momentos como estos, la tierra es para mí una nave espacial, que surca el cielo con un pulso potente. Creo poder manejarla desde acá ahora; el Molino es la cabina y yo soy el piloto. Las aspas giran y el motor empuja. Y siento perfectamente como rotamos sobre nuestro eje; no necesito un tacómetro para saber la velocidad que llevamos. La Luna me acompaña siempre. Me aferro al sillón y piso el acelerador. Y tampoco necesito del telescopio para ver nuestro destino, pues los vidrios de aumento están ya calibrados en mis ojos. Las lupas y el molino.  


domingo, 3 de agosto de 2008

Sir Jean Pier Gutierrez.
Escritor. Bloger. 


Nació en Uruguay el 18 de Noviembre de 1896. Murió en Senegal el 14 de julio de 1923. Hijo de madre aristocrática francesa y padre uruguayo descendiente de africanos, que luchaba con esfuerzo por mantener invicto el arco de Peñarol. Pese a su corta vida fue nombrado sir por los Reyes ingleses, por su obra filantrópica y literaria. 

Hoy nos llegan algunos fragmentos que se encontraron en su maleta cuando murió apastado por unas cajas de provisiones que enviaba el ejército americano a sus soldados mientras él trabajaba como agente del ejercito alemán en Senegal. 

Año 2008 – Grand Prix. 

El sol. Un calor abrumador. Millones de lazos de fuego enroscados sobre si mismos. Flotando en el espacio, curvándolo con su peso. Es asombroso. Me pregunto como se habrá encendido. Debe ser ensordecedor escucharlo arder. Cuánto tiempo más arderá también me lo pregunto, y algunos me dicen que cinco mil millones de años más. Sé que va cuando sea viejo va a engordar, y después de esa decadencia inevitable, desaparecerá. Y unos escombros, cantos rodados en el abismo cósmico, danzan a su alrededor, bronceándose, como si lo cortejaran. Ingenuos, se alucinan con su luz y su tamaño, y no quieren desprenderse. Se prohíben derivar por el espacio y llegar más lejos. Los tiempos del universo, también tienen planes para ellos.  

Año 2008. En frente, las vallas que separan la tribuna de la pista. Detrás, un tumulto que canturrea. En mi mano, un sándwich de embutido de cerdo a las brasas. Pero por sobre mí, está el Sol, con sus chorreadas de fuego, que hace de Candelabro, y así nos ahorramos de prender las luces. De toque. De paso me bronceo los brazos, aunque en realidad no lo necesito porque soy negro. Los negros quieren ser blancos, los blancos se quieren broncear. Las chicas se planchan el pelo, y otras se lo enrulan. Curiosidades. Si me viera Pitágoras diría que soy filósofo, porque sólo quiero contemplar las cosas. No quiero ganar una carrera, ni hacer negocios en con los espectadores. Aunque en verdad no se bien que hago acá. Parece que Sena va primero. Fitipaldi abandonó en la quinta vuelta. Se le prendió fuego el motor. Alan Prost, va cuarto; derrapó en orquilla y perdió dos posiciones.  

Año dos mil ocho. Sin embargo yo se que ese número no tiene nada que ver, debe ser el año dos millones cuatrocientos mil ochenta y tres desde que el hombre esta en la tierra. O Trece mil millones ciento treinta mil desde que el Universo se creo. Pero antes… Es el año infinito igual que siempre. Es más fácil dos mil ocho, de todos modos, es menos abismal. Llega la última vuelta. Los espectadores se ponen de pie y comienza un gran acontecimiento. Viene llegando el clímax, se estremece el ambiente y se electrizan los pelos, la energía se enrosca sobre sí misma y se eleva hacía el Sol. Zum! Zum! Zum!, Sena primero, Prost segundo, y al tercero no lo pude ver. Entonces, la gente exhala, “¡ahhhh!”. Se relaja y luego comienza el furor, el deshago. El pucho de después. Los festejos; el podio, la recompensa. El acto de origen se repite una y otra vez, se representa. Año 2008.