Sir Jean Pier Gutierrez.
Reloj de neutrones.
(Segunda parte de la trilogía “Las lupas”)
Con una rápida mirada al espejo pude ver mi bigote y mi pelo mota prolijamente recortado. Manejaba un Rolls Royce por las viejas calles parisinas, y el blanco de mi smoking contrastaba con el negro oscuro de mi piel. Luego de un mes, casi en soledad completa, en el corazón del desierto arábigo, concentrarme en mi personaje de magnate sudafricano que pensaba colaborar en un nuevo y oculto descubrimiento americano, no me resultaba nada cómodo. Porque aun estaba latente en la retina de mis ojos, aquel color amarillento de la arena, y en mi nariz flotaba todavía, el olor a camello. Encendí la radio y también un largo cigarrillo posado en una boquilla de platino. Y cuanto más me aproximaba al hotel, más empezaba a dudar, pues no había previsto ninguna situación, ni sabía demasiado de lo que allí me esperaría; poco había analizado las mentes que debía defraudar. Confié todo, entonces, a mi escéptica inteligencia sin igual.
Y sin dudas, aquello revestía cierta importancia para el pronto destino de la humanidad; especialmente para aquellos que nunca aprendieron a vivir, a soportar solos, el peso de su existencia. Pero aun más para aquellas vidas libradas al azar, ignorantes de la fuerza que puede traer el temor profundo, ansioso de poder. Y así, como en mis noches solitarias pude comprobar, sea lo que sea que suceda, nunca será posible huir del destino inevitable de nuestra especie, vagabunda en el espacio, conciente de su propia vida, de su saber y su limitación. De todas formas, corremos en busca de aquella zanahoria de ilusión; inventamos formas de perpetuarnos en el tiempo, en la memoria de los hombres, intentamos cambiar el curso de la historia, y así, cual paradoja enorme, tratando de salvarnos, de proteger al mundo o lo que fuere, quemamos las horas que nos quedan, y lo que es todavía peor, la de los demás. Eso fue lo que comprendí en ese momento, al ver las intenciones de mis anfitriones, pues podía leerlas escritas en sus rostros, hombres, igual que yo.
El científico, detrás de sus pequeños anteojitos y su pelo alborotado, comenzó a exponer nerviosamente su teoría de protones, neutrones, electrones, y de una posible forma de enriquecer el uranio, para generar una inmensa liberación de partículas con un poder de destrucción hasta entonces desconocido. Hablaba de cosas muy pequeñas por cierto. Me pasaron el menú, y debí poner por sobre mis ojos, los lentes para ver de cerca. Elegí luego de estar indeciso por un momento, los hongos salteados con pimientos, mientras grababa en mi memoria cada una de las frases que escuchaba. -El problema consiste en que en Estados Unidos la reserva mineral de uranio es muy pobre- Concluyó el viejo sabio. Reconocí el disco que sonaba en el elegante restaurante del hotel parisino; Count Basie. Y luego, la atención de los tres hombres se centro en mí y tuve que entrar en acción. ¡Valla forma de ganarme la vida! Con el sudor de mi frente, como recomendaba el profeta.
Comencé, con una muy lenta y detallada descripción de mis actividades y de la geografía de mis grandes cantidades de tierra en Sudáfrica, mostrando poco interés en los fines políticos y simulando ser un mercenario del dinero. Jamás imaginarían que los alemanes contaban con un hombre negro en sus filas de inteligencia. Pero de todos modos, mi actuar debía ser coherente por completo y de forma continua; la torpeza en la más ínfima fracción de un instante podía echarlo todo a perder. Porque yo creía que la continuidad es cuestión de no perforar el transcurrir del tiempo; un segundo puede dividirse en infinitas partes. Limpié mis lentes, pues estaban empañados, y luego ofrecí mis tierras para la explotación, a cambio de una sideral suma de dinero. Parecían satisfechos, y luego del Whisky, los saludé, les dejé mi contacto y desaparecí. BOOOOM!!!!